viernes, 31 de julio de 2015

Las heridas que no sanan.

          Ya antes había mencionado que la papaya y yo no nos llevamos bien, pero que la había empezado a tomar por causas extremas (véase el post anterior). No es por exagerar, pero tomar licuado de papaya realmente para mí significó un buen esfuerzo de mi parte, y una vez lograda la misión, pensé que podría estar libre del yugo tirano de aquella fruta. Mi mamá, quien es la que generalmente se encarga de hacer esas comidas, estaba en la cocina cuando aproveché para pedirle que en lugar de licuado de papaya, me preparara un jugo de manzana. Sin ningún problema, sin ningún reproche, sin realmente ningún problema, aceptó. El problema estuvo que 5 minutos después, me trajo licuado de papaya. Está de más decir que le pregunté por qué me había ofrecido esto cuando le había pedido otra cosa. Ella alegó que el licuado de papaya me era más saludable, y que prefería que tomara el licuado en lugar del jugo, a pesar de que ambas están recomendados en la dieta que me dieron en el hospital.

           Obviamente se armó una discusión, y mi papá intervino. Cuando esto sucede… a mí me da miedo. La cosa pareció ir en serio, y yo reaccioné poniéndome de pie, saliendo al patio y salir a caminar. Una sensación de culpa me invadió. Estos pensamientos de que debí haber dicho tal cosa en lugar de lo otro, o debí haber hecho esto otro me rondaron la mente hasta que empecé a llorar. Las peleas entre mis padres han sido parte de la cultura familiar, pero cuando llegan a un cierto nivel, yo entro en pánico. Cuando las cosas se calmaron, yo regresé a la sala, y de ahí las cosas ocurrieron normalmente. Me extrañó un poco que empezara a llorar. Estoy acostumbrada a estas cosas. Pero si algo he notado, es que los primeros días en casa estuve demasiado sensible, no sé si sea por la operación. Vi un video de gatos, lloré. Vi un video de un gordito que bailaba, lloré. Mi mamá se rehusó a comer con nosotros en la mesa, lloré.


          Por otro lado, las heridas en la panza no han cerrado bien. Desde que me quitaron el dren, me ha estado saliendo líquido por las heridas, a veces a chorros; inclusive hoy manché las almohadas donde dormía. Cansada un poco de la situación, le pedí a mi papá que le marcara al doctor. Me daba miedo que hubiera algo interno que no haya sanado bien, que me hubieran lastimado algo cuando me sacaron el dren o que por algo tuvieran que operarme de nuevo. Cuando mi papá se comunicó con él, le dijo que era normal y hasta esperado; es más, que exprimiera un poquito las heridas. Así que hoy me he puesto de nuevo las gasas. Les debo las fotos todavía. Les prometo que las subiré pronto.

miércoles, 29 de julio de 2015

No leas este post mientras estés comiendo.

Advertencia: este post trata sobre hacer del dos. Lee bajo tu propia discreción.


         Varias cosas me tenían frustrada durante mis primeros cuatro días en casa. Al salir del hospital, me habían dado cita para el martes para poderme retirar el dren. El no poder dormir, los dolores en mi panza, tener que estar cuidando el dren, que cuando éste me colgaba me dolía la herida, que cuando “comía”, si no lo hacía lo suficientemente lento, me daban las punzadas…. Y que no podía hacer del dos. Así es. Del dos.

         Yo asumía que era normal porque realmente sólo ingería líquidos, pero cuando mi papá le preguntó al doctor si esto era normal, le respondió que era normal siempre y cuando no tuviera ganas, pero si para el martes aún no obraba, que entonces “me daría indicaciones”. El problema, es que me empezaban a dar ganas, pero no podía. Tomé las palabras del doctor como “o cagas para el martes, o cagas”. Creo que mis padres lo tomaron igual porque empezaron a urgirme que empezara a beber licuados de papaya, que eran una de las opciones de la dieta. Yo odio la papaya, me da asco. Pero era una situación extrema. Así que, como dicen en inglés “I took one for the team”, o sea, “me sacrifiqué por mi equipo”, y empecé a beber licuados y yogurt de papaya. Saben horribles. Aún los detesto. Bueno, el Activia de papaya sabe bien. Lo admito.

        El lunes por la tarde, volví a sentir ganas. «¡Hoy es el día!» pensé. Me esforcé por alrededor de 20 minutos, y mi resultado fueron tres miserables bolitas de conejo.

       –Bueno, al menos ya salió algo –dijo mi papá.
       Si bien tenía razón, no me sentía satisfecha. Era como un reto, sabía que podía dar más. Pero no hubo más cambios.


         Al día siguiente me desperté temprano para acudir a la cita con el doctor para que me retiraran el dren. Yo sabía que e iba a doler, después de todo, cualquier movimiento me hacía dolorosamente consciente de la manguera. El doctor me dijo que “sólo sería una molestia”, pero que no me dolería. Sabía que mentía. Es una manguera dentro del estómago. Claro que te va a doler. Me pidió que me recostara en un sofá que tenía; mi papá se quedó al lado, en el escritorio del doctor. No era que estuviera mentalizándome que me iba a doler, es una de esas cosas que sabes que son un hecho, como en las elecciones pasadas que sabías que EPN iba a quedar de presidente.

          El doctor hizo los cortes de los alambritos, no me dolió mucho, eso en sí fue la molestia. Y después, ¡madres! Un jalón. Sentí cómo se me revolvieron muchas cosas adentro de la panza, y el dolor fue tan fuerte que me sacó un gritito y me hizo llorar. “Ya salió, ya salió” me decía para tranquilizarme, pero no sirvió de nada. Por un segundo mi mirada se posó en la cara del doctor y su expresión era de “¿En serio estás llorando por esto?” No me solté a llorar como una niña, pero sí me aguanté de no dejar caer lágrimas y caminé lo más ceremoniosamente posible al escritorio. Me recetó más medicamento, unas vitaminas, y regresé a casa. De inmediato pude sentir una diferencia al caminar sin el dren. No caminaba tan lento, y no me dolía ya tanto, a pesar de sentir las molestias de la herida. Sin duda fue una mejora considerable.

         Todo transcurrió normalmente por el resto del martes. El pan de barra tostado se me sigue antojando, pero no lo puedo comer.

         Para el martes en la tarde me volvieron a dar ganas. «Round 2».

         Fue como dar a luz. Ahí lo sentía, ahí venía, pero no podía. Utilicé técnicas de respiración y pujé. Hasta me di golpesitos en la rodilla, según eso ayuda. Después de batallar, la misión fue un éxito rotundo. No fueron bolitas de conejo, fue algo decente. Pude escuchar “Weeeee are the chaammpiooons, my frieeeennndd” de Queen cuando todo terminó. Me lavé las manos, caminé victoriosamente fuera del baño, y cuando vi a mi papá en la sala, le alcé los pulgares, contenta.

         –¡Es todo! –me dijo, también orgulloso.

         Bueno, supongo que voy mejorando.

martes, 28 de julio de 2015

Los días en casa~

        El segundo día que pasé en el hospital, mi psicóloga vino a visitarme, ¡y qué bueno! porque en eso llega la enfermera con la dieta que debo de seguir los primeros 10 días. Es una dieta exclusivamente líquida, nada más de 100 ml, cada 3 horas. Seguro lo hablaré con ella en alguna de mis sesiones futuras con ella.

La expresión lo dice todo.

         Me dieron de alta el viernes por la mañana. Me costaba caminar porque era muy incómodo con el dren colgando. Cuando he contado esta experiencia, muchos no saben qué es. El dren es un aparatito que está conectado a la herida interna que te drena (valga la redundancia) los fluidos de la herida.



          Siempre que caminaba me daba mucho miedo tirar de él y lastimarme así que caminaba despacito, y aún así me dolía un poquito, pero era tolerable. Por ende, dormir seguía siendo un problema para mí. Yo no puedo dormir de espalda, tengo que estar de lado. Por suerte, el lado donde duermo no tenía el dren. Sin embargo, por miedo a moverme, y dada mi experiencia con el sofá, no quise dormir acostada. Mi papá me ayudó muchísimo, me construyó a base de almohadas una manera de dormir, pero el colchón resultó demasiado duro y a la hora me dolía mucho el trasero y tenía que levantarme a caminar, o mínimo sentarme mejor. Moverme un poco me resultaba doloroso y tenía que hacerlo con mucho cuidado. Dormía a ratitos, si es que podía. Las noches resultaron para mí difíciles, y llegué a sentirme muy frustrada. Necesité mucha ayuda, con cualquier cosa.

          Papá, ¿me prendes el ventilador?

          Ahí va mi papá a prender el ventilador.

          Papá, se me cayó una almohada/necesito añadir/quitar una almohada.

         Ahí va mi papá a ayudarme.

          No podría dormir y me paraba a caminar y mi papá se despertaba. ¿Todo bien? ¿Cómo te sientes?
          No puedo dormir, voy a dar unos pasitos.

          Terminaba de dar mis pasitos, y me acostaba. Ahí iba mi papá a asegurarse que lo tuviera fácil. Le llamaba ara cualquier cosa porque no podía agacharme o doblarme, tanto así que prefirió quedarse a dormir conmigo. Nos despertábamos a las 2 y a las 4 de la mañana para tomarme las medicinas.
          Si no puedes dormir, agarra sueño con la tele --me dijo--, súbele al volumen si quieres, no me molesta.

         A mí me daba mucha pena, pero no tenía otra cosa que hacer ni otra manera de conciliar el sueño. Una de esas noches, viendo la tele, eran como las 3 de la mañana y sentía que ya estaba medio dormida cuando llega el vecino. De una fiesta. Pitando. Hablado. Lo odie. Me levanté a la ventana para ver, total, qué más podía hacer? Por alguna razón la vecina estaba parada justo en la entrada del garage para meter el carro, y no se movía y por eso el vecino la quitaba. En serio, son las tres de la puta mañana. ¿Qué necesidad? Escuché toda la conversación, porque tienen la voz muy alta. Por un momento me volví en la vecina amargada cascarrabias que los regaña por todo, al menos en mi mente. Así estuvieron fácil unos... 10 minutos. Cuando terminaron de hacer lo suyo y regresó el silencio, me tomé la medicina de las 4 am y me volví a acostar. Al menos eso me había servido para descansar el trasero. Estaba tan casada que ya empezaba a dormirme. Y mi papá, quien espero que siempre Dios me lo cuide, empezó a roncar.

        . . . 

       Me dieron ganas de llorar. Estaba increíblemente frustrada. Estaba empezando a preocuparme por no poder dormir, después de todo, llevaba semanas antes de la operación con problemas de sueño. Desperté a mi papá, le dije que me bajaría al sillón de la sala, porque estaba muy cansada de la cama, y que quería dormir abajo. Me acompañó con las almohadas, me ayudó a instalarme, y por fin pude dormir unas 4 horas, aunque desperté con los pies hinchadísimos.

      Ese día pasó bien, en general. Mi mamá me ha ayudado muchísimo con mantenerme y prepararme las comidas, yo sé que no podría hacerlo pues soy muy floja y torpe para estar como relojito con eso. Como le dijo mi papá, parte del éxito de mi dieta es en gran parte a ella.

Comiendo crema de zanahoria.

         Creo que fue la noche siguiente, cuando, en mi insomnio, y mi papá estaba intentando dormir a mi lado, que me aburrí de la tele y quise usar la laptop, pero como estaba en la sala y no tenía donde ponerla, no la podía usar. En eso tuve una idea genial. 
      
         Papá, he tenido una idea grandiosa, creo que nos vamos a hacer ricos.
         
         Mi papá se emocionó, me miró y me pidió que le contara. Se me había ocurrido una mesita para laptops, donde a mesa fueran ventiladores para mantener la laptop fría, con espacio para el mouse, y que fuera ajustable tanto de inclinación como de altura. Como en mi vida he visto una, pensé que sería una gran idea. La emoción no me quitó el sueño, pero sí pensé en bocetarla y pedir ayuda para llevar a cabo un prototipo. Al día siguiente busqué en Internet. Ya existe. ¿Alguien me compra una? No están caras. Ahí se fue mi gran idea.

        No fue hasta la última noche cuando me atreví a dormir acostada. Como mi papá me hacía las curaciones y me tenía que acostar un buen rato para limpiar las heridas, me daba sueño. Como las otras veces, me construyó a base de almohadas maneras para dormir. Puso una almohada larga (de esas para el cuerpo) para que me pudiera inclinar cómodamente. Yo puse una chiquita en la cadera, porque si algo aprendí, es que la nuca, la cadera y atrás de las rodillas necesitan estar con un buen soporte para poder estar cómodas. Tip, para futuras ocasiones. Dormí. Dormí horas seguidas. No me dolió nada, y como subí los pies a una almohada, se me quitó lo hinchado. Fui feliz por dos noches seguidas.

       Hoy, martes, me quitaron el dren. Pero esa historia va para mañana.

















domingo, 26 de julio de 2015

El segundo día y dada de alta

          Mis padres estuvieron conmigo el primer día, mi madre se quedó a dormir porque mi papá debía trabajar. Mi mamá durmió muy cómodamente, como ella no tenía un drenaje colgándole, ni heridas en la panza, pudo acomodarse donde y como quiso. Yo seguía sin dormir. Sin embargo, había en la esquina de cuarto un sofá enorme, muy acolchonado. Mi madre me sugirió echarme ahí, porque era cómodo. Acepté, después de todo, ya qué. Estaba tan cómodo que me dormí hasta el día sigiente. Eran aproximadamente las tres de la mañana cuando me senté en el sofá.

          El segundo día no fue tan malo como el primero. Me desperté como a las 6 ó 7 de la mañana. Aún no podía dormir del todo bien, pero al menos ya no vomitaba cada que caminaba. Me bañé, y llegó la enfermera a hacerme las curaciones pertinentes. Mi madre regresó a la casa para bañarse y desayunar, y en eso por fin me dieron algo de comer, entre comillas. Mi desayuno fue medio vaso de hielo raspado, que lo disfruté enormemente porque desde el día de la cirugía que tenía muchísima sed. Lo malo es que cada que me caía a mi nuevo estómago, me renegaba y me dolía. Era un dolor largo y punzante, pero pasajero y no siempre sucedía cada que tragaba el hielo; duraba aproximadamente unos 3 ó 4 segundos.

           Me permitieron usar la computadora y me dieron la clave del wifi. Usé el Internet un ratito, chequé Facebook, respondí mensajes de ánimo, y en eso me traen mi comida.  Una paleta de agua sabor cereza.


         Delicioso. Me sentí como niña. Me decían las enfermeras que lo frío me ayudaría a cicatrizar mejor y yo, desde luego, no me quejé. Al poco tiempo regresó mi mamá, la enfermera me trajo más hielo (que igualmente disfruté mucho) y de nuevo, a enfrentar la larga noche que me esperaba, otra noche sin poder dormir.

sábado, 25 de julio de 2015

El primer día

       El día de la operación ya había llegado. Me había despertado a las 5:30 para llegar a las 6:30 al hospital y tener mi operación a las 7 de la mañana. Las noches previas a estas habían estado difíciles, pues había tenido una complicación de salud y uno de mis miedos más fuerte era la pregunta que siempre me rondaba la cabeza al cerrar los ojos para intentar dormir: ¿Y si no despierto de la anestesia? La respuesta de mi mamá, cuando le contaba, en lógica fue coherente y debió calmarme, pero no lo hizo. 
      
       --Pues si no despiertas, no lo vas a sentir -me dijo-, ¿de qué te preocupas entonces?"

        Fueron noches estresantes de dormir una hora dividido en ratitos, o de no dormir en general. El día que estaba en el quirófano, no me di cuenta de a qué hora me durmieron, sólo recuerdo que "me desperté" y ya estaba en el cuarto de recuperación. Ni chance de preguntarle al médico qué probabilidades había, ni de pedirle que le pasara mi última voluntad a mis padres.

        Desperté con la boca completamente seca. Horriblemente seca, pero no me dejaron tomar agua ni mojarme la lengua durante el día. Creo que ese día dormí mucho gracias a la anestesia debido a que los días siguientes que dormí en la cama médica, la odié y no podía dormir. Ni moverme podía. Le pedí a mi papá que hasta me rascara la oreja. Por suerte, mi habitación era privada, no era compartida, y tuve el aire acondicionado para mí sola. Eso fue genial. Siempre estuve bien atendida, las enfermeras hacían sus rondas, me llevaban el medicamento, el suero y todo. Al paso del día conforme me fui despertado, me dijeron que tenía que empezar a dar pasitos. Y me fui a dar mis pasitos a lo que llamamos "la pasarela de gorditos", pues no era la única que se había hecho la manga gástrica. 

        También me dijeron que vomitaría y/o que sacaría muchos gases o eruptos, pues me habían metido gases para separar no sé qué cosa allá adentro. Vomité un total de cuatro veces, con sangre.  Me preocupaba mas que nada que me fuera a lastimar el estómago.

        --No te pasará nada, y es completamente normal --me respondió la enfermera--, entre más lo hagas mejor. No dejes de caminar. Y no, aún no no puedes tomar nada. Mañana.

        Mis padres veían el partido de México vs. Panamá y medio escuchaba los comentarios de mi papá acerca de la selección. A mí ni me gusta el futbol, así que no e molestó que no me pudiera mantener despierta gran parte del partido. Así fue mi primera noche, vomitando, durmiendo a ratos, porque realmente me era muy difícil dormir. No podía apagar la luz, la cama era incómoda, me dolía el trasero, me cansaba el cuerpo... pero bueno, al menos tenía aire acondicionado.

viernes, 24 de julio de 2015

Introducción

     Desde que recuerdo, he sido gordita. De niña tenía severas críticas por parte de mi madre que pusieron hasta cierto punto un obstáculo en nuestra relación. Durante gran parte de mi vida, no me importó mucho mi peso, disfrutaba comer y del placer instantáneo que ésta me daba, cubriendo carencias con esa felicidad, resolviendo problemas con ese placer temporal. No fue hasta que empecé a preguntarme cuál era la raíz de la mayor cantidad de problemas que tenía, sociales, amorosos, personales, etcétera, y me di cuenta que mi peso me impedía sentirme segura de mí, y por ende, tener la habilidad de socializar, pues sentía que me juzgaban justo como lo hacen los medios sociales en la tele; las "bromitas inofensivas" en los programas de chistes, en los canales de "comedia", y demás. Nunca pude conseguir un novio, y si bien estoy de acuerdo que el peso no tiene que ver, pero no tenía la confianza. Tampoco tuve buenas influencias para aprender a desarrollarme con mi peso.
     Desde niña hice dietas, pero nunca logré nada. Me estancaba rápido y desarrollé una aversión por ellas dada la constante presión familiar por perder peso. Me di por vencida y decidí esconderme. Era –aún soy– reclusa en mi vida virtual. Mis relaciones eran virtuales, mis amistades también. Un día dejó de serme satisfactorio y decidí que quería conseguir algo real. Y lo hice, en cierta parte, pero no me bastó. Gracias a la terapia que había iniciado unos años antes, conseguí el valor y la posición mental para poder tomar la decisión de someterme a una manga gástrica o gastroectomía.
     Por un momento lo pospuse, dejándolo como un sueño, pues el dinero siempre fue un obstáculo. Quizá si decía que lo iba a hacer, me iban a dejar en paz, y podría vivir más feliz. Pero no fue hasta que pasaron más años y empecé a preguntarme si realmente podría hacerlo.

     Entonces conseguí el dinero, conseguí el tiempo adecuado, y otros factores me influenciaron a tomarlo en serio. Así fue como el 5 de julio, la fecha de mi cumpleaños, fue mi “última cena” como le llamé, comí con mi familia en un restaurante todo lo que quise, tuve dos semanas de dieta preoperatoria, y el 22 de julio me sometí a la operación.